“La violencia en contra de las mujeres escala” fue una de las consignas que este 8 de marzo se leyó una, y otra, y otra, y otra, y otra vez.
Cientos de pancartas exhibiendo el acoso, los ataques, el miedo del que han sido blanco cientos, miles de mujeres, en cualquier escenario en el que se desarrollen.
Hombres escudados, y en algunos casos protegidos, por aquellos y lamentablemente aquellas que son cómplices y promotoras y promotores de la violencia en contra de las mujeres por su simple condición de género.
Pero las mujeres no están, o estamos, debo decir, dispuestas a callarnos ningún tipo de agresión.
Las autoridades resguardaron vidrios, paredes, puertas, monumentos, oficinas, al tapar con madera objetos y el reclamo justo, de que quienes están obligados y obligadas a la prevención, persecución, sanción y erradicación de cualquier forma de violencia, estén más preocupados por mantenerse en el puesto a toda costa, o de las afectaciones a objetos que de la vida verdaderamente libre de violencia de las mujeres.
La marea, no verde, no morada, sino humana, se volcó de nueva cuenta a tomar las calles a hacer ruido, a exponer públicamente las vejaciones de las que son objeto por aquel que se cree más fuerte, más listo, más inteligente o con más poder, de la índole que sea, para someter y sobajar a una mujer.
Las consignas, los reclamos, los pegotes en paredes, instituciones públicas como bancos, oficinas municipales, estatales, iglesias, parques o hasta en banquetas, donde sea que fueran colocadas para exhibir de nuevo al agresor, que tiene miles de rostros y de nombres.
El rugir de cientos de voces que molestan a más de 100 porque llegarán tarde a su destino, sin pensar o sin reparar que miles de mujeres fueron privadas de la vida o continúan desaparecidas solo porque a alguien, a algunos, les dio la gana de privarlas de la vida o mantenerlas alejadas de sus seres queridos obligándolas a acciones indecibles sin que las acciones tibias y mediocres que se han emprendido de manera oficial sean siquiera el bosquejo para que las mujeres tengamos verdaderamente una vida libre de violencia.
El bloque de cientos de mujeres partió este día como se tenía contemplado, y como se avisó con tiempo, desde la glorieta del Niño Artillero sobre avenida Morelos.
Hubo consignas, hubo pintas, hubo denuncias, hechas de manera pensada y no a lo tonto como más de 10 suponen.
Las pintas de explotadores en el banco; la leyenda de abusadores, violadores, feminicidas en las instalaciones gubernamentales, no son frases al aire, es la exposición pública de un sistema que se mantiene ajeno a las violencias que padecen las mujeres y que pese a las leyes, más de una decena, persiste la falta de resultados.
La sede de la cúpula católica fue “atacada” al ser considerada uno de los máximos exponentes de machismo, misoginia y encubrimiento de pederastas.
El bloque llegó entonces a la sede del Tribunal, cuyo presidente Jorge Gamboa Olea, mandó a resguardar con tablas “de grueso calibre” toda la explanada.
La parada obligada no es otra ocurrencia, fue la exposición pública de la violencia vicaria que sufren bajo la anuencia de las y los jueces y magistrados.
Detrás, siempre detrás, las “extremas”, el temido bloque negro, que con mareos, martillos, palos, sopletes, pero principalmente con rabia, es el que arremete, el que arrasa, el que destruye.
La marcha se parece a muchas otras que he atestiguado, pero que hoy me obliga a la reflexión, ¿y qué pasa el 9 de marzo? ¿el 10? ¿cuando la realidad de una vida que sigue sin ser libre de violencia vuelva a atacar?